25 enero 2023

"Los celestiales nocturnos". Felipe Bochatay.

 

    Cuando el mundo se termina unos pocos seres humanos luchan contra una invasión vampírica que amenaza con destruir a los pocos humanos que quedan libres. Esta es la historia de dos de ellos que hacen lo que tienen a su alcance para enfrentarlos.





Los Celestiales Nocturnos

 

1.

—Somos dos malditos hijos de puta, ¿te das cuenta lo que hicimos?      

—Calma, calma, no nos vio nadie.

—Sí, pero lo hicimos, lo hicimos —dice Saúl mientras se toma de los cabellos con las manos y gira sobre su eje. Es una calesita sin control, tiembla, escupe, solloza.

Calmate, no seas tonto. —Intenta mantener un mal disimulado aplomo frente a su compañero—. Respirá un segundo y todo estará mejor.

—Es que no puedo —dice Saúl entre sollozos y lágrimas contenidas—. Soy un maldito gallina mi amigo, qué quieres que le haga, mirame, mirame, no puedo dejar de temblar.

—¿De dónde salió a esta hora el bicho ese? —señala Pedro al cuerpo ya frío que, desencajado y con los ojos abiertos, parece que los mirara como pidiendo alguna explicación desde el suelo.

—Ya te dije, Pedro, la puta madre, estaba en la sombra de aquel zaguán, no sé, me da la impresión que estaba muerto de hambre, si no ¿qué pintaba tan temprano a plena luz del día?

—O ha quedado rezagado anoche y el amanecer lo encontró ahí, tal vez no le quedó otra salida. —Pedro se rasca el mentón mientras mira hacia abajo y le da pataditas al nosferatu por pura y malsana costumbre. Observa hacia los costados como temiendo ver venir una horda de monstruos al ataque, pero obviamente no hay nadie más que ellos dos en ese miserable callejón al que las luces del sol bañan con su protección. Guarda sus manos en los bolsillos de la campera. Todavía, a pesar de que han transcurrido ocho años desde el levantamiento de los nosferatu, le sigue dando la misma repulsión ver a esos seres de piel entre verdosa y gris, ojos hundidos, pómulos salientes y dedos como agujas dobladas por una tenaza.

—No hay nadie en esta cortada, Pedro. Vámonos por favor.

—Dale. — Pedro toma la iniciativa mientras sus setenta kilos de fibrosa delgadez se inclinan para tomar de las manos al nosferatu. No puede dejar de sentir repulsión por tocar las manos gelatinosas del muerto, no muerto o lo que sea. Aparta la mirada de él. Todo su aspecto es espectral, tenebroso, y huele como si mil muertos se hubieran levantado de sus tumbas.

Están complicados, en definitiva han matado una persona. Pero eso no es nada. Muchas personas mueren en el transcurso del día y de la noche. Es costumbre por estos días. Sin embargo, lo importante del hecho es que han matado a un celestial nocturno y eso, tarde o temprano, se sabe en las altas esferas.

Sin más miramientos agarran al muerto, todavía con la tosca estaca de madera de pino clavada en el pecho, Pedro por los brazos y Saúl por las piernas. Al llegar al coche lo sueltan y el cuerpo cae golpeando contra el piso como si de una bolsa de papas se tratara. Abren el baúl, vuelven a tomarlo y en un vaivén elíptico, al llegar a la parte más alta de la elipsis lo sueltan y como por arte de magia cae pesadamente dentro del baúl. Acomodan las piernas del infeliz para que quede en posición fetal, sin embargo, la estaca impide un movimiento limpio y rápido. Finalmente lo doblan como pueden, crujen unos huesos, cierran el baúl y Pedro, apoyándose contra el vehículo, se cruza de brazos mientras arma un cigarrillo con el tabaco que guarda en un bolsillo de su campera de jean tan azul como raída. Saúl camina nerviosamente, sale del callejón, mira hacia arriba y a izquierda y derecha. Al no ver nada anormal regresa junto a Pedro.

El silencio comienza a ser molesto en una ciudad que otrora fuera capital de una provincia. Es tiempo del sálvese quien pueda y en particular a estas horas en que el sol ya ha comenzado a caer por el horizonte. Si una mirada furtiva e indiscreta se puede colar por entre las ventanas de los edificios no va a ser portavoz de lo ocurrido.

—¿Cómo lo mataste, decime?

—Y qué se yo, viste que me nublo cuando pasan estas cosas, se me vino, yo me acerqué al zaguán a ver que podía encontrar y me saltó el imbécil este. Lo hinqué sin más, qué querés que te diga, no le iba a preguntar sus intenciones. —Lanza una risita nerviosa a la par que todos los músculos de la panza se tensan haciendo vibrar su humanidad.

—Qué mala pata. Vinimos en vano hasta acá. Esa gente que se contactó por radio nunca apareció. —Pega una calada profunda al cigarrillo, aguanta el humo dentro de los pulmones y luego de tres larguísimos segundos lo expulsa. Fuma no tanto por vicio como para despejar de sus narices el pútrido olor que emanan esos seres.

—Deben ser los que vimos en la casa de al lado, llevan muertos muy poco tiempo y la descripción que nos dieron coincide —dice Saúl rememorando sus viejas épocas de policía sumariante en la comisaría.

—Bueno, vamos ya entonces.

Pedro toma el volante y al darle marcha el automóvil ruge como un león herido. Acelera y suelta el embrague, las cubiertas sufren al girar bruscamente por las calles desiertas, deben darse prisa. Salen del callejón y toman una calle paralela a la avenida que los sacará de la ciudad. Corren sin disminuir la velocidad en las esquinas, es más que obvio que no hay tráfico y menos a esas horas.

Desde el levantamiento de los celestiales, como así se hicieron llamar, la población humana descendió a niveles previos al imperio romano y ahora ambas especies luchan por imponerse en la tierra, una tierra que ha quedado arrasada por la ira de estos celestiales y los manotazos de ahogados de los humanos.

Pedro y Saúl solo son dos soldados de lo que queda de humanidad. Pedro, hasta la fecha del levantamiento, fue un maestro de escuela primaria con muchas horas libres dedicadas a los juegos de guerra en su play station, los juegos de disparos eran su especialidad. Saúl fue un policía de escritorio que en su mala y desganada vida ejecutó un solo disparo y difícilmente haya limpiado su arma reglamentaria en toda su carrera en la fuerza. Ambos, no les queda otra, realizan los actos que los jefes les encomiendan en la retirada hacia el norte, donde hay más tiempo diurno, donde se hacen fuertes los humanos. La recorrida del día no les dejó más que sinsabores, la familia que debían recoger en el centro de la ciudad había perecido poco tiempo antes de llegar a socorrerlos. Gajes del oficio.

Ya no lloran por esas cosas que pasan a engrosar solo las estadísticas que llevan en el refugio. Un ser humano más es un nosferatu menos. Si esa idea hubiera calado antes en lo humanos. Cuando las autoridades se percataron, y concluyeron que era necesario intervenir con una cuarentena o con las armas sin piedad, la situación ya estaba desmadrada.

Siempre estuvieron entre nosotros, solo que agazapados esperando una buena oportunidad ante el miedo a ser derrotados si daban un paso en falso.

 

2.

—Amigo, nos van a matar cuando el Maese de los Celestiales nos mande a cazar. Ya debe oler lo que traemos en la baúl, estos hijos de puta se huelen entre sí, nos van a seguir el rastro, tarde o temprano van a saber que fuimos nosotros —escupe palabra tras palabra Saúl.

—Pará un poco, loco, pará. Ya la hicimos, mala la hicimos, la cagamos fiera, pero lo hicimos. Si querés lo tiramos por ahí.

—No, hay que quemarlo —dice presuroso Saúl.

—Sí, ya lo sé, pero dónde.

Pedro encoge los hombros en señal de absoluta ignorancia, la impericia de Saúl lo sofoca.

—Estoy desbordado y loco.

—Dejame pensar —dice Pedro mientras se rasca el mentón. Ambos saben que cuando Pedro se rasca el mentón no hay mejores ideas que si no se rascara, pero es una señal, una especie de ritual, de la que una idea va a surgir y en la que Saúl se descansa.

—Esto es una agonía que nunca llega a concretarse, basta amigo, estoy podrido de esta vida, harto de estos malnacidos celestiales nocturnos —dice Saúl mientras llora y se sorbe los mocos—. Que me maten de una vez, amigo, que me coman esos hijos de puta, no aguanto más…

—Deja el teatro para después, me tenés cansado con eso, si lo deseas tanto paro acá y te bajás. —Disminuye la velocidad.

—No, no, dejame, ya está, ya está —dice Saúl mientras levanta la mano y hace aspavientos como un mal actor.

Pedro conduce en silencio; ya conoce los circunloquios teatrales de su compañero. Hay que dejarlo que hable hasta que se canse, piensa mientras las horas comienzan a jugar en contra, como un reloj de arena que se acaba de dar vuelta y los primeros granos, por la fuerza de la gravedad, comienzan a caer. Dejar tirado el cuerpo en el callejón hubiera atraído a los celestiales más próximos y ahí seríamos carne de cañón en minutos, piensa Pedro, la mejor opción es cocinar el fiambre, ganar horas productivas para la huida.

Pedro es la cabeza de este minúsculo grupo y todas las cartas se las juega en la decisión que tome. Salen de la ciudad esquivando unos vehículos que han quedado en una ruta de circunvalación a modo de barricada. Están incendiados, sin dudas producto de una vieja batalla. Toma hacia la derecha y conduce unos kilómetros más hacia el oeste por una ruta provincial menor, la que se pierde en el horizonte, la que si se sigue de largo a esa hora se choca con el sol.

—Ya está, la casa quinta de Julián, por acá debe estar —dice Pedro—. Si llegamos ahora y prendemos fuego al hijo de puta que tenemos atrás ganaremos el tiempo necesario para salvarnos. Podremos hacer noche allí inclusive. Estamos lejos del nido más cercano.

—Bueno, dale Pedrito, sos un genio. —Saúl sigue llorando mientras mira al horizonte y a Pedro, al horizonte y a Pedro. El reloj del automóvil marca las 19.00 horas. Es otoño, por lo que el sol ya está diciendo adiós.

      

3.

Llegan a los pocos minutos. Por fuera la casa de campo parece en ruinas, por dentro es una fortaleza casi inexpugnable. Es un parador que ha sido tomado por los humanos como refugio y, como tal, acondicionado para tales menesteres.

Ingresan con una llave maestra que guarda Pedro entre sus cosas. Un aire a encierro y humedad los golpea pero antes que seguir conduciendo en la oscuridad eso es un palacio.

Pedro es quien ingresa primero, lo sigue Saúl, que no cesa de sollozar como si se tratara de un niño de pecho hambriento, las situaciones estresantes lo suelen doblegar.

—Bueno deja de llorar y busca leña, no, espera, primero ayúdame a sacar el fiambre del baúl.

—Dale, lo que vos digas, Pedrito —dice solícito.

Ambos se encaminan hacia el coche, Pedro acciona el cierre centralizado y el baúl se abre automáticamente. Un vapor comienza a emanar ni bien se abre la portezuela y un pútrido hedor se impregna en las narices de ambos. A Pedro comienzan a darle arcadas pero se contiene. Saúl vomita sin más.

—Tomalo por los pies, yo de los brazos y lo tiramos al piso, después yo me encargo mientras vos buscás maderas.

Así lo hacen sin dejar de hacer más arcadas y gestos de repugnancia. Como si fueran brasas calientes lo sueltan desde la altura en que lo sacan del baúl. Cae como piedra, total que ya está liquidado.

—Con razón pueden hallar a sus compañeros tan rápido, sentí lo hediondo que se puso este en menos de una hora —dice Saúl mientras se tapa la nariz con una pañuelo de tela que lleva siempre en algún bolsillo de sus pantalones.

—Precisamente por eso, andá rápido a buscar leña, madera, lo que encuentres. Hoy hay asado —lacónico Pedro pero con un rictus en sus labios a modo de sonrisa. El olfato más desarrollado de ellos es un arma que les confiere una enorme ventaja contra los humanos. Es la lucha desigual entre un ciego y otro que puede ver, aunque los ciegos sean más.

—Sí, Pedro, lo vamos a hornear a este hijo de puta, sos un genio.

De inmediato Pedro, con todas las fuerzas que le quedan, toma las piernas del nosferatu y comienza a arrastrarlo dentro del inmueble. Los goznes de la puerta principal chirrían pero parecen firmes, tanto como la madera maciza de la puerta. Ingresa caminando de reversa con el nosferatu tomado de los pies. Muerto y estirado parece un muñeco de cera al que se le ha acercado un mechero o lo han pintado mal.

Mientras tira por las piernas flacas y largas del portador de la enfermedad, como suelen decirle a esta especie de vampiro, siente que lo va a desmembrar. Lo bueno es que es un animal de poco peso, tal vez setenta kilos, así que no sin alguna dificultad lo coloca en posición fetal dentro del hogar, que es lo suficientemente amplio como para que quepa junto con unos maderos.

En el momento en que se incorpora Pedro, luego de su labor, hace su ingreso Saúl con leña, palos y ramitas.

      

4.

—Para encender el fuego —dice Saúl.

—Dale, traeme.

Sin perder tiempo se acerca hasta el hogar y comienza a acomodar más palos sobre el nosferatu. Toma unos libros que hay tirados por la habitación y comienza a arrancar hojas y colocarlas sobre las maderas y el muerto. La tarea le toma unos minutos a Saúl que comienza a resoplar y traspirar copiosamente por la incomodidad que le genera estar arrodillado y que la panza se le corte en dos por el cinturón.

Pedro arroja un aceite, que saca de su campera, sobre el nosferatu. Al instante un aroma a cebo como el de las velas comienza a invadir el recinto. Olor a Santo, le dicen. El aceite es un dispersor de los olores del nosferatu, servirá para desorientar a los celestiales que pretendan seguir su rastro. De hacerlo arder fuera de la casa las llamas y el olor serían más intensos, por tanto prefieren asar la carne en el interior.

El fuego toma intensidad y se apodera del cuerpo en forma casi espontánea por un fósforo que arroja Pedro. Una vez que hubo tomado forma y consistencia, Saúl y Pedro se retiran unos metros de la pira. El olor que comienza a manar es inmundo pese al aceite, mil cementerios con sus tumbas abiertas no se asemejan en nada al pútrido y nauseabundo olor a muerte que destila el engendro. Saúl no puede contener las arcadas y sin llegar al baño vomita todo lo que tiene en el estómago por segunda o tercera vez. Pedro, de temple más forjado, aguanta estoicamente mientras ve arder lentamente a ese ser seco de espíritu que se cocina a las brasas. Un leve remordimiento lo corroe, ese nosferatu un día fue tan humano como él. En definitiva han matado a un ser que en algún lugar recóndito y profundo de él conservaba algún rastro de humanidad.

Pedro siempre tuvo la idea, muy común entre los humanos que cuando los nosferatu mueren un brillo en los ojos los acompaña en su última exhalación. Por lo menos esa es su teoría y la de muchos, en definitiva, para Pedro no son más que humanos enfermos.

Desde el momento en que el cuerpo comience a arder saben que tienen las horas contadas hasta que los seres de la colmena más próxima detecten a su hermano caído. Son más sensibles que mil tiburones sobre una gota de sangre en el océano.

—Montemos guardia, yo primero, una hora nomás, después vos, Saúl, andá tranquilo. —Y con un gesto del mentón lo dirige hacia una habitación alejada de la incineración casera que están haciendo.

La habitación está oscura y húmeda, sin muestras de buen trato en sus paredes quizás desde el levantamiento de los celestiales. Ello ocurrió hace ya unos ocho años, o tal vez más, quién lleva la cuenta ya. Ese día salieron de la nada, de golpe, y como si hubieran estado aguardando la señal de largada. Comenzaron a brotar de las profundidades, de las alcantarillas, de los sótanos y cuanto lugar oscuro y húmedo se pueda encontrar en las cloacas de una ciudad. Las grandes ciudades, al cabo de un par de semanas, se sumieron en el caos y la anarquía. La caída se produjo en menos de un mes. Luego todo fue retirada y resistencia.

Saúl se desparrama en el piso con toda su torpeza y gordura pero no puede dormir, está sobresaltado por la situación extrema, sabe que las posibilidades de ser hallados por la colmena de celestiales más próxima son ciertas y el festín que se harán con ellos dos será digno de los más enfermos psicópatas torturadores que la humanidad haya conocido. Por alguna razón los celestiales tienen la capacidad de mantener con vida un cuerpo durante meses sólo con el fin de torturarlo hasta el hartazgo, hasta que cuente todo lo que sabe sobre la resistencia, hasta que la víctima suplique a gritos que lo maten, cosa que es innecesario decirlo, no van a hacer hasta que no hayan saciado su sed de dominio, placer masoquista y deseos oscuros de arrancar hasta la última célula de ganas de vivir de un ser humano junto con toda su sangre.

El odio es inconmensurable en forma recíproca pues la convivencia pacífica es imposible de sostener en el tiempo. En épocas pretéritas los acuerdos de paz siempre fueron efímeros y circunscriptos a espacios reducidos. Cuando el mundo se hizo pequeño por la globalización del siglo veintiuno no hubo pacto posible a escala global. Los dados se echaron y bastó una sola excusa para que arda el globo. Ahora ambos bandos ya se han hecho tanto daño que es imposible sanar heridas y olvidar todo.

Los humanos deberán dormir una hora cada uno, si desean salvarse, aunque ni el más pesado de los cansancios puede con el estado de alarma de Pedro. El mínimo rumor o ruido lo sobresalta.

—Saúl, hey, despertate, ya es hora.

—¿He? Ah, sí, sí, que sueño loco tuve, esperá que ya me levanto.

—Una horita y nos largamos Saúl, tengo un mal presentimiento.

—¿Qué pasa? —lo interroga Saúl, sobresaltado y al borde del colapso.

—Nada, nada, dejá, son mis ideas.

      

5.

Pedro se recuesta e intenta dormir sobre la manta, trapos en verdad, que hasta hace unos minutos ocupara Saúl. Están tibias, eso es algo que siempre le importunó, rozar algo que esté tibio por el roce de otra persona, manías de una vida pasada.

Saúl se rasca la cabeza de un lado al otro, el sueño intenta vencerlo pero toma una botella de agua de las que llevaban en su vehículo y sorbe un trago, luego otro y luego otro, hasta acabar la botella. Ahora tiene que desagotar la vejiga pero antes va hasta el hogar donde asaron al nosferatu. Este ya es carbón en su mayor parte, arroja unas maderas sobre lo que queda del cuerpo para avivar la llama, con un cartón apantalla los maderos para que el fuego cobre fuerzas pero de inmediato también el olor del muerto se aviva por lo que da unos pasos atrás.

Se apoya contra el larguero de la puerta que da a la habitación donde duerme Pedro, cierra los ojos, el cansancio y el estrés lo vencen. El adormecimiento le llega tan plácido como el viento cálido que comienza a soplar los últimos días de primavera. Es una alondra que flota en el espacio, volando hacia la Luna, arrastrado por el éter que se eleva plácidamente ayudado por un mecanismo de tourbillón.

      

6.

Cuando abre los ojos mira instintivamente el reloj. Se ha quedado dormido. Mira hacia dentro de la estancia y ve a Pedro que está despatarrado sobre las mantas. Mierda, murmura entre dientes Saúl, son las cuatro de la madrugada, faltan tres horas para el amanecer y se ha dormitado por más de dos horas.

—Pedro, Pedro, levántate, son las cuatro de la mañana, nos quedamos dormidos.

—Pero que pasó, la puta madre Saúl, te dije una hora, que son esos ruidos.

—¿Cuáles? —Saúl se lleva una mano a la oreja mientras se acerca a una ventana conteniendo la respiración.

Desde el suelo, Pedro puede ver cómo la panza de Saúl se estira y contrae en arrítmicos movimientos.

—Oigo ruidos raros, Pedro, están acá, hay unos tipos ahí, atrás de los árboles —dice Saúl entre silabeos y murmullos. Comienza a temblar y a tener movimientos espasmódicos.

—¿Cuántos son?

—D…dos, creo —dice Saúl que del miedo que tiene se ha orinado en los pantalones.

—Mierda, mierda, mierda, Saúl te dije una hora, estamos muertos.

—Perdoná, amigo, perdóname, hermanito, sí, es toda culpa mía, me dormí sobre la puerta.

—Pero ¿cómo te puedes dormir sobre la puerta? —Pedro se incorpora, estira la columna y corre hacia la habitación donde está el hogar. Saca de su mochila el revólver. Gira el tambor, las seis balas están en su lugar y otras veinte o más duermen dentro de un bolsillo de la mochila—. Bien nos vamos a cargar a esos dos o tres que andan merodeando por ahí y nos largamos, estos deben ser peones de avanzada, los capos deben estar a unos minutos de la casa, ya nos olieron.

—A estos los hacemos mierda enseguida, Pedrito, dejame uno a mí —se envalentona Saúl por las palabras de su compañero.

—Abre la puerta, vamos a ganarles de mano —dice Pedro mientras le arroja el otro revólver a Saúl.

Saúl corre hacia la puerta de entrada, toma el picaporte y con el cuerpo contra la puerta cuenta: “a la cuenta de uno, dos, tres”. Grita tres como si fuera la última vez que pronunciará ese número.

La puerta se abre y Pedro, con las dos manos sobre el revólver, un .32 de los duros, de un disparo en el pecho hace caer al nosferatu que avanzaba hacia él. Un disparo certero para un ojo entrenado. El silbido de la plata al ser disparada en forma de proyectil por un arma de fuego es la combinación de aromas más agradables que pueda existir en estos días, más inclusive que las salsas que le preparaba su madre.

El segundo se refugia tras un árbol. Saúl cierra la puerta, Pedro se recompone. El techo comienza a crujir, están arriba. Pedro con una señal hacia arriba se lo hace saber a Saúl que, con el revólver ahora en su mano izquierda, corre hacia la otra habitación. Se oyen tres disparos y un grito ahogado de Saúl. Pedro gira sobre sus talones y corre al encuentro con Saúl que se encuentra de rodillas cubriéndose la cara. Su camisa está teñida de rojo. Pedro lo toma con ambas manos y aparta la mano de Saúl de su rostro, es solo un rasguño. A su lado yacen dos nosferatus muertos de certeros disparos al corazón.

Vi tres, vi tres —dice Saúl.

—No lo veo, debe haber huido.

Sin embargo, desde atrás de ambos, y sin que ellos lo adviertan, el tercer nosferatu se acerca sigiloso y hunde sus colmillos en el cuello de Pedro. Todo muy rápido, imperceptible. Gira y asesta un disparo a quemarropa, pero falla, sólo roza el brazo del celestial.

Saúl, sabedor de lo que se avecina para Pedro, huye mientras este se debate en pelea cuerpo a cuerpo con el nosferatu. Corre como se lo permiten las piernas cansadas y su prominente barriga hasta el automóvil. Le da marcha pero no responde, como en las viejas películas de terror, hasta que al cuarto o quinto intento, cuando la batería comienza a flaquear, el motor despierta de su sueño nocturno y da una escupida de humo negro junto a una atronadora lengua de fuego que arroja el caño de escape. Pone primera y huye a todo lo que da el automóvil.

      

7.

Dentro de la casa Pedro y el engendro siguen forcejeando pero las fuerzas de aquel comienzan a flaquear, el virus ya está en su sangre. El nosferatu logra asirlo con fuerza y con una llave de artes marciales hace caer desplomado en el sucio piso a Pedro.

—Sabemos que nos llaman “nosophoro”, o en la lengua vieja “νοσοφορος”, el portador de enfermedad. Sin embargo somos más fuertes que ustedes, simples mortales —lo alecciona el nosferatu que, de pie frente al humano, lo tiene rendido a sus pies. Pedro intenta reponerse sin resultado.

Pedro escupe a un costado una bola de sangre, no puede incorporarse, un pie del nosferatu en su pecho se lo impide.

—Por otro lado, ¿qué nos diferencia? Tenemos las mismas extremidades, ojos, boca, todo en nuestro interior es similar a ustedes. La diferencia es minúscula, algo en la sangre, quizás. Y sin embargo, somos los portadores de la enfermedad. ¿Quiénes son más enfermos, los enfermos mismos o quienes señalan con el dedo a los enfermos? —sigue.

—Son unos monstruos, deberían retornar a donde salieron —dice Pedro.

—Los enfermos no podemos hacer nada al respecto, más que llevar con estoicismo esto que somos. —Se toca el pecho con sus largos dedos—, y sin embargo, no soy bueno haciendo estadísticas y esas cosas de los políticos, esa sí que es una raza despreciable, en eso podemos estar de acuerdo, ellos lo llaman datos censales o algo por el estilo. —Hace girar la mano en señal de que el dato no tiene importancia—. Si hoy somos más que ustedes, entonces, te pregunto, mortal, ¿quiénes son los enfermos ahora? Pues deben saberlo ya, en breve tiempo seremos los amos de este planeta.

Pedro cae inconsciente sabiendo que al despertar será parte de una nueva comunidad, la comunidad que está destinada a gobernar el mundo cuando la batalla termine de inclinarse para el lado de los nuevos dueños del planeta, los que se hacen llamar los celestiales nocturnos.


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