23 agosto 2022

Frankenstein era rockero


 


            Que las expresiones artísticas se alimentan entre sí es la frase perfecta que suele esgrimirse como excusa para hablar de todo un poco y con un mínimo hilo conductor, y este es el caso.

            En Europa el año de 1816 fue recordado como el “año sin verano”. Se debió a que el Volcán Tambora, en Indonesia, entró en erupción hacia el 10 de abril de 1815, matando a 60.000 personas y generando efectos devastadores en el clima, en particular para Europa, en donde se dio un descenso brusco de la temperatura promedio. Esto se debió a las grandes cantidades de dióxido de azufre que emitió hacia la atmósfera provocando la reducción del calor solar que llegaba a la superficie de la tierra.


            
Mientras esto sucedía, en una mansión, más precisamente la mansión de Villa Diodati, en Coligny, Suiza, un grupo de aburridos intelectuales se reunían a pasar una temporada de descanso. Entre ellos estaban Lord Bayron, su asistente Jhon Polidori, un tal Shelley y dos medias hermanas, una de ellas llamada Mary.

            Tal vez esta falta de sol, o quizás el aburrimiento, la oscuridad temprana, sumada al consumo de láudano los haya motivado escribir historias para matar el tiempo empujados por uno de los veraneantes, el famoso Lord Bayron.


            
Ya conocidos por todos es la historia, Mary Goldwin, luego Shelley, amante en ese momento de Percy Shelley y presa de una pesadilla recurrente, ideó el cuento “Frankenstein” que dos años después se estiraría hasta convertirse en novela. Lo que pocos conocen es que otro de los ocupantes de la mansión, John Polidori, asistente de Bayron, crearía en esa tertulia “El vampiro”, uno de los primeros relatos precisamente vampíricos. Acá el link de una versión: https://www.blogger.com/blog/post/edit/3892546010136941662/9106210101385690395.

            La historia de Shelley se centra en el clásico científico que experimenta, en este caso con el “galvanismo”, pseudociencia de moda, y el jugar a ser Dios. El resto es materia conocida. En 1818 se publica como una novela, y luego, hacia 1831, Mary Shelley reescribe parte de la obra quedando tal como la conocemos ahora: “Frankenstein o el moderno Prometeo”.


            Esa obra, la novela de 1818, es considerada por muchos como la primera obra de ciencia ficción, como la que da origen al género. Y si bien para otros la ciencia ficción como género surge un siglo después con Hugo Gernsback, escritor que daría nombre a los premios “Hugo” y su “science-fiction” en su revista “Amazing Stories” de 1926, lo cierto es que para el imaginario popular hablar de Frankenstein remite tanto al científico loco que crea un monstruo (valga la acotación que lo del monstruo es por una obra de teatro ya entrado el siglo XX, que se basa en la novela), y por añadidura, a una creación en la que se toman partes distintas y se ensamblan dando como resultado otra cosa nueva creada de ese rejunte y que no siempre es de lo mejor.

            Ahora bien, como todo tiene que ver con todo, en 1973 sale al mercado el álbum “Thy Only Come Out at Night” de The Edgar Winter Group, uno de los temas se llama  “Frankenstein”, la única canción instrumental del álbum, en franca alusión al rejunte de partes para formar algo mayor.

            Se dice que el nombre del tema se lo dio el baterista Chuck Ruff en razón de que el tema surgió de unas largas sesiones de experimentación e improvisación alejadas de las sesiones de grabación estructuradas. Luego, cuenta la historia, que el resultado final es el producto de un corte y pegue, un “cut and paste” realizado literalmente con una hoja de afeitar y cinta de pegar.

            El tema es un dechado de virtudes que mezcla potentes riff de guitarra eléctrica con el uso y abuso de sintetizadores como instrumento principal, lo que fue algo novedoso para la época.

            Hay distintas versiones en las plataformas musicales, algunos de cuatro minutos, otros de un poco más y alguna anda dando vueltas con más de nueve minutos de duración, como por ejemplo esta versión que se puede ver y oír en youtube: https://www.youtube.com/watch?v=P8f-Qb-bwlU.

            Edgar Winter, líder de la banda y multi instrumentista, siempre se refirió a ese tema como un "beat-monstruo de ritmo pesado" que estuvo en lo más alto de los rankings por largos meses, vendiendo más de un millón de copias.

            Al respecto dijo: "Nunca olvidaré la primera vez que salía al escenario con el teclado en la correa... fue uno de esos momentos de rock and roll de verdad. Creo que la combinación de "Frankenstein" una canción hard rock y la espectacular imagen de un teclado con una correa establecieron en la mente de la gente que soy un artista de rock y pensado principalmente como un tipo de rock... pero realmente me gusta el jazz, la música clásica, y creciendo en Texas también un montón de country. Pero yo estaba buscando una canción para presentar el sintetizador como instrumento principal, que hasta ese momento y por lo que yo sé que no se había hecho antes. Las personas estaban usando sintetizadores principalmente como edulcorante para emular los sonidos de los instrumentos ya existentes. Me encantaban todas esas viejas películas de ciencia ficción que tenían sintetizador primitivo y Theremin como 'Planeta Prohibido.' Pensé en el sintetizador como... como wow, esto es un nuevo instrumento que en realidad se puede crear sonidos futuristas que nunca se habían escuchado antes." (http://www.classicrockmusicwriter.com/2014/08/edgar-winter-interview-johnny-will.html)

            Sin embargo las relaciones entre el rock y la ciencia ficción acá no terminan. Un personaje como Edgar Winter no puede pasar desapercibido. Conocido en el ambiente, junto con su hermano por ser albinos, ello no los amilanaba, a tal punto que Edgar usaba una larga cabellera blanca inclusive para las tapas de sus álbumes. A su vez detenta el extraño honor de haber aparecido en un episodio de “Los Simpson”, y que su música se utilizara para los “Power Ranger”, lo que lo eleva al carácter de ícono cultural o pop de la época.



            Ahora bien, por si ello fuera poco este músico estuvo fuertemente relacionado con L. Ron Hubbard, fundador de la “Iglesia de la Cienciología” y un referente de la ciencia ficción norteamericana.

            Este novelesco personaje gozó de fama por sus obras que fueron publicadas en “Astounding Science Fiction” como “Final Blackout”, o “To the Stars”, que mereció una nominación al premio Hugo, “Fear” y “Typewriter in the Sky”, quizás sus obras más importantes y por último cabe mencionar a “Mission Earth”, que es la última obra escrita por Ron Hubbard y publicada póstumamente.

Pero las relaciones no se terminan acá pues en un nuevo bucle nos encontramos con que “Missión Earth” fue producido por Edgar Winter, a la par que colaboró en la creación del álbum homónimo de 1986, con letra y música de Hubbard. Esto no debe sorprender dado que Winter mantuvo una fuerte relación en los '80 con la “Cienciología”, participado en publicaciones de la Iglesia e inclusive dictado cursos. Acá una versión en youtube del álbum:  https://www.youtube.com/watch?v=fonP6gr-2JI&t=1568s ....

            Para Edgar Winter este álbum fue un retorno a las raíces primitivas del rock aunque sus fans y críticos no hayan opinado lo mismo. 

07 agosto 2022

Tormenta de verano

 


Cuando Alberto se dispuso a montar su vieja bicicleta, en ese preciso instante, un rayo surcó el cielo, por el norte, perdiéndose detrás del frente de una casa de alto. Al levantar la vista el rayo ya tocaba tierra. Un solo segundo duró su indecisión. Tal vez menos que la manifestación del rayo. Debo llegar, pensó. Debo llegar antes que se hagan las siete. Claudia me espera con el dinero.

            Él es un hombre amable y bien intencionado, pero un ignorante, un pobre infeliz de esos que hasta han bajado los brazos y aceptan su destino sin quejas. Y eso se percibe en su mirada, en el modo de montar su deshecha bicicleta, en las manos curtidas por la pala, en los tres botones sin abrochar de su camisa casi transparente de lo gastada que está.

            Las primeras gotas caen frías, como el agua del tambor donde se arrojan las latas de cervezas. Las recibió en el pecho, ese pecho plano, flaco, fibroso y libre de bellos, como disparos al corazón a causa de esos tres botones sin prender, como un malevo que muere de frente con dos balazos certeros en el pecho, en el corazón que aún anhela. Un dejo de arrepentimiento se cruza por la mente de Alberto. Ahora tengo que correr hacia adelante, a casa, no me puedo volver, dijo entre dientes, ¿y si paro en el bar de Pedro?, pensó, luego lo dijo en voz alta, hacia afuera, pero no pasa de ser una declaración de intenciones muy tímida pues de inmediato pierde el poco coraje que había acumulado y simplemente lo termina mascullando entre dientes, lo escupe sin fuerzas, ya derrotado por sí mismo. Si me bajo en el bar de Pedro no llego más y Claudia me mata. Me tomo todo y Claudia me mata. Claudia me mata.

            Para darse ánimo, mientras pedalea, entona las estrofas de una vieja cumbia, canción de amor clandestino, como las que se hacían antes, decía Alberto, no como las de ahora que son todas a favor de la falopa. La bici va en bajada por ese camino de tierra que lo lleva a su destino, a casita, como él dice. Como en la vida, es uno sólo el camino que tiene.

Es así que Alberto, Albert, a las pocas cuadras de salir de su trabajo avanza hacia su hogar bajo lo que ya es una torrencial lluvia de enero cantando una vieja cumbia. A su modo de ver las cosas, corre todo lo feliz que puede ser.

-0-

            Nicolás está aburrido. Tiene calor. Está sentado en el piso del pequeño ambiente que hace las veces de cocina, comedor y todo lo demás. Juega con unos autitos de madera que su padre le fabricó. Los hace chocar y volar por los aires como en las películas norteamericanas mientras sus redondos cachetes se hinchan al imitar con sus labios las explosiones con onda expansiva y todo.

-Tengo calooooor -grita el niño desde el comedor de la casa mientras da resoplidos de falso ahogo y sofocación. El pibe es buen actor para sus seis años. Su madre no le presta atención, salió del dormitorio y está sacando las macetas al patio interior de tierra para que se refresquen con la lluvia que se avecina. Las primeras gotas comienza a golpear en el techo de chapa y son como disparos de un arma más poderosa que un revolver.

-Andá a la ventana a ver cómo llueve -le grita desde el fondo. Los niños le fastidian. Ese niño le fastidia. Si tan solo su hijo lograra calmar ese deseo de amor de Claudia, ese sentimiento de amor por algo que tanto anhela. Amor por amor mismo.

            Nicolás corre con su voluminoso abdomen, en cueros y en patas, hacia la ventana que da al frente de la casa. Desde allí se puede observar dos casas humildes y una calle de tierra que serpentea desde arriba, desde la lomada de tierra apisonada que desemboca en su casita.

Todo lo que puede ver es el cielo, un cielo tan gris como sus ojos, solo que él no lo sabe. El cielo está dando unas grandes lágrimas a la tierra. Mamá no me quiere, dice con rostro imperturbable, como si hubiera vivido mil años en ese cuerpazo hinchado por las harinas. Cien por cada uno. Mil. Abre la ventana, los postigos de madera, que reclaman una mano de pintura hace años, chirrían haciendo contrapunto con los truenos. Graves contra agudos, la batalla de los sonidos. Acomoda una silla de paja contra la pared de la ventana y pisando en los bordes, porque sabe que si pisa en el centro se vencerá la paja, asoma su nariz a la vereda que es sólo un cacho de tierra separado por unos centímetros de declive donde empieza lo que se denomina calle y que tiene prohibido pisar sin el control de la madre.

Una ráfaga de viento fresco y olor a tierra mojada le golpea el rostro inundando sus mejillas de sensaciones. Esto es vida diría un adulto. Simplemente el viento y las gotas en las mejillas, finitas, imperceptibles, intangibles de tan diminutas, pero ahí golpeando en los mofletes del gordito en cueros que asoma su nariz por la ventana.

            Un rayo corta el cielo y Nicolás se queda absorto frente a la manifestación de la naturaleza. Queda petrificado ante tamaño espectáculo. Tambalea de su improvisada tarima y se tira al piso espectacularmente como en las películas de acción. Se incorpora al instante y se quita la tierra que tiene en la panza. Su concentración es perfecta aunque solo interrumpida por un tipo que cruza la calle a toda velocidad cantando una canción vagamente conocida por Nicolás.

-0-

            En el dormitorio Claudia siente los truenos, mira en su teléfono celular la hora. Está por llegar Albert. El patrón es sumamente meticuloso, es un relojito suizo, a tal hora se entra, a tal hora se sale. No necesita verlo para saber lo que está haciendo Alberto a tal hora. Unas piernas se mueven bajo las sábanas. Un pie rasca a otro, eso le molesta profundamente a Claudia y ya se lo ha dicho. Cada uno con su trastorno.

-Ándate que va a llover, además ya viene –dice Claudia.

            Se incorpora y mientras busca el calzoncillo mira la hora en su reloj de pulsera. Lanza una puteada, también tiene otros compromisos. Se viste desganadamente de todos modos. El amor que Claudia le brinda lo tiene amarrado. Para él es gratis, es desinteresado, es total y sin ambages. Así, a pelo y a morir. Pero él sabe que es un juego. Un juego peligroso en sábanas ajenas. Siempre lo furtivo es más rico, se disfruta más. Desea quedarse un rato más, no mucho más, tampoco es que le agrade hacer “sobremesa”. Se incorpora y de dos rápidos movimientos se termina de vestir y sale por la puerta del patio trasero, el gordito ni cuenta se dio, piensa.

            Claudia se viste y acomoda el cabello con una coleta. Se lava la cara y las manos con jabón, es que el amor deja huellas en el cuerpo, rastros fácilmente detectables, si es que se quiere detectar, pero a Claudia ya eso mucho no le preocupa. Está jugada como dicen los hombres en las películas que ella mira.

Y mientras saca otras macetas al patio interior oye una vieja canción de cumbia tarareada al son de los truenos que caen.

04 agosto 2022

JOHN WILLIAM POLIDORI: "EL VAMPIRO"


Muchos saben que "Frankenstein o el moderno Prometeo", obra de M. Shelley, fue producto de una reunión de aburridos burgueses allá por 1816 en una finca de Suiza en un verano sin sol provocado por la erupción de un volcán.
Sin embargo, de esa tertulia también salió un cuento gótico o vampírico, uno de los primeros, que acá presento: "EL VAMPIRO", de JOHN WILLIAM POLIDORI. 





Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango. 
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar. 
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban el peso del "ennui", estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa. 
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha. 
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto 
 a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las mujeres. 
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios. 
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía. 
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes. 
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura. 
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia. 
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios. 
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos. 
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su camino. 
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo. 
 Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida. 
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje. 
Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas. 
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía. 
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal de la Mancha. 
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento. 
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento. 
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda. 
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente. 
En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta. 
 En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le rodeaba. 
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo. 
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo. 
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades. 
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes. 
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados. 
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió. 
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural. 
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta. 
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la última le dejó asombrado. 
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal 
 personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general. 
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública. 
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria. 
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva. 
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche. 
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír. 
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven. 
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey. 
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas. 
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes. 
 Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a un ser vivo. 
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro. 
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.  
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias. 
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía apreciar? 
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile. 
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su solar patrio. 
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su nodriza. 
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías. 
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia. 
 Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven. 
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord Ruthven. 
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente. 
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él. 
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo. 
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre. 
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.  
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores males. 
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave. 
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror. 
 Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey se lo prometió. 
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el desdichado país. 
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies. 
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansanci, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba. 
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta. 
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza. 
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie reparase al parecer en él. 
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse. 
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas. 
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre. 
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cual fue su horror cuando de 
 nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada convertida en un cadáver. 
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado. 
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían hincado en las venas. 
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel espectáculo. 
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida. 
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar. 
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella. 
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la joven griega. 
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular. 
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedóse horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia. 
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalescencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba. 
 Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas ajenas. 
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado para siempre. 
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios. 
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no habían visto. 
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su interés. 
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales peligros. 
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas. 
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes. 
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo... 
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del 
 peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de rendición. 
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el joven. 
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan incosciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda. 
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el honor de tu amigo. 
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré. 
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo... yo... ah, viviré. 
—Nadie lo sabrá. 
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas! 
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas. 
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey. 
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró. 
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia inminente. 
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte. 
 Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto. 
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras. 
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna. 
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes. 
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma. 
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre. 
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven. 
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido. 
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más. 
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante. 
 No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha? 
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector. 
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su hermana. 
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la fiesta.  
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver. 
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón, sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado bien. 
—Acuérdate del juramento. 
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había entrado por primera vez en sociedad. 
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le llevase a su casa de campo. 
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le estallaran en el cerebro. 
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento. 
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara! 
 Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.  
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos. 
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía. 
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz: 
—¡Acuérdate del juramento! 
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa. 
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo. 
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban más a la muchacha. 
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos. 
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga le vencía. 
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio pensamiento. 
 Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad. 
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de manera tan extraña. 
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres. 
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey. 
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse. 
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera. 
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él! 
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar: 
—¡Es verdad, es verdad! 
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle. 
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego sonreía. 
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía casarse su hermana. 
 Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden. 
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana. 
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos. 
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan funestamente había influido en su existencia. 
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él... 
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie. 
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana. 
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarle y le dejaron solo. 
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información. 
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey. 
¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le 
 prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey. 
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente. 
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles maldiciones. 
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía de un demente. 
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento. 
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana. 
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia. 
Una vez en la escalinata, le susurró al oído: 
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...! 
Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama. 
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció , pues el médico temía causarle cualquier agitación. 
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres. 
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció inmediatamente después. 
 Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un vampiro. 

  

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