Cuando
Alberto se dispuso a montar su vieja bicicleta, en ese preciso instante, un
rayo surcó el cielo, por el norte, perdiéndose detrás del frente de una casa de
alto. Al levantar la vista el rayo ya tocaba tierra. Un solo segundo duró su
indecisión. Tal vez menos que la manifestación del rayo. Debo llegar, pensó.
Debo llegar antes que se hagan las siete. Claudia me espera con el dinero.
Él es un hombre amable y bien
intencionado, pero un ignorante, un pobre infeliz de esos que hasta han bajado
los brazos y aceptan su destino sin quejas. Y eso se percibe en su mirada, en
el modo de montar su deshecha bicicleta, en las manos curtidas por la pala, en
los tres botones sin abrochar de su camisa casi transparente de lo gastada que
está.
Las primeras gotas caen frías, como el
agua del tambor donde se arrojan las latas de cervezas. Las recibió en el
pecho, ese pecho plano, flaco, fibroso y libre de bellos, como disparos al
corazón a causa de esos tres botones sin prender, como un malevo que muere de
frente con dos balazos certeros en el pecho, en el corazón que aún anhela. Un
dejo de arrepentimiento se cruza por la mente de Alberto. Ahora tengo que
correr hacia adelante, a casa, no me puedo volver, dijo entre dientes, ¿y si
paro en el bar de Pedro?, pensó, luego lo dijo en voz alta, hacia afuera, pero
no pasa de ser una declaración de intenciones muy tímida pues de inmediato
pierde el poco coraje que había acumulado y simplemente lo termina mascullando
entre dientes, lo escupe sin fuerzas, ya derrotado por sí mismo. Si me bajo en
el bar de Pedro no llego más y Claudia me mata. Me tomo todo y Claudia me mata.
Claudia me mata.
Para darse ánimo, mientras pedalea, entona
las estrofas de una vieja cumbia, canción de amor clandestino, como las que se
hacían antes, decía Alberto, no como las de ahora que son todas a favor de la
falopa. La bici va en bajada por ese camino de tierra que lo lleva a su
destino, a casita, como él dice. Como en la vida, es uno sólo el camino que
tiene.
Es
así que Alberto, Albert, a las pocas cuadras de salir de su trabajo avanza
hacia su hogar bajo lo que ya es una torrencial lluvia de enero cantando una
vieja cumbia. A su modo de ver las cosas, corre todo lo feliz que puede ser.
-0-
Nicolás está aburrido. Tiene calor. Está
sentado en el piso del pequeño ambiente que hace las veces de cocina, comedor y
todo lo demás. Juega con unos autitos de madera que su padre le fabricó. Los
hace chocar y volar por los aires como en las películas norteamericanas
mientras sus redondos cachetes se hinchan al imitar con sus labios las
explosiones con onda expansiva y todo.
-Tengo
calooooor -grita el niño desde el comedor de la casa mientras da resoplidos de
falso ahogo y sofocación. El pibe es buen actor para sus seis años. Su madre no
le presta atención, salió del dormitorio y está sacando las macetas al patio
interior de tierra para que se refresquen con la lluvia que se avecina. Las
primeras gotas comienza a golpear en el techo de chapa y son como disparos de
un arma más poderosa que un revolver.
-Andá
a la ventana a ver cómo llueve -le grita desde el fondo. Los niños le
fastidian. Ese niño le fastidia. Si tan solo su hijo lograra calmar ese deseo
de amor de Claudia, ese sentimiento de amor por algo que tanto anhela. Amor por
amor mismo.
Nicolás corre con su voluminoso
abdomen, en cueros y en patas, hacia la ventana que da al frente de la casa. Desde
allí se puede observar dos casas humildes y una calle de tierra que serpentea
desde arriba, desde la lomada de tierra apisonada que desemboca en su casita.
Todo
lo que puede ver es el cielo, un cielo tan gris como sus ojos, solo que él no
lo sabe. El cielo está dando unas grandes lágrimas a la tierra. Mamá no me
quiere, dice con rostro imperturbable, como si hubiera vivido mil años en ese
cuerpazo hinchado por las harinas. Cien por cada uno. Mil. Abre la ventana, los
postigos de madera, que reclaman una mano de pintura hace años, chirrían
haciendo contrapunto con los truenos. Graves contra agudos, la batalla de los
sonidos. Acomoda una silla de paja contra la pared de la ventana y pisando en
los bordes, porque sabe que si pisa en el centro se vencerá la paja, asoma su
nariz a la vereda que es sólo un cacho de tierra separado por unos centímetros
de declive donde empieza lo que se denomina calle y que tiene prohibido pisar
sin el control de la madre.
Una
ráfaga de viento fresco y olor a tierra mojada le golpea el rostro inundando
sus mejillas de sensaciones. Esto es vida diría un adulto. Simplemente el viento
y las gotas en las mejillas, finitas, imperceptibles, intangibles de tan
diminutas, pero ahí golpeando en los mofletes del gordito en cueros que asoma
su nariz por la ventana.
Un rayo corta el cielo y Nicolás se
queda absorto frente a la manifestación de la naturaleza. Queda petrificado
ante tamaño espectáculo. Tambalea de su improvisada tarima y se tira al piso
espectacularmente como en las películas de acción. Se incorpora al instante y
se quita la tierra que tiene en la panza. Su concentración es perfecta aunque
solo interrumpida por un tipo que cruza la calle a toda velocidad cantando una
canción vagamente conocida por Nicolás.
-0-
En el dormitorio Claudia siente los
truenos, mira en su teléfono celular la hora. Está por llegar Albert. El patrón
es sumamente meticuloso, es un relojito suizo, a tal hora se entra, a tal hora
se sale. No necesita verlo para saber lo que está haciendo Alberto a tal hora.
Unas piernas se mueven bajo las sábanas. Un pie rasca a otro, eso le molesta
profundamente a Claudia y ya se lo ha dicho. Cada uno con su trastorno.
-Ándate
que va a llover, además ya viene –dice Claudia.
Se incorpora y mientras busca el
calzoncillo mira la hora en su reloj de pulsera. Lanza una puteada, también
tiene otros compromisos. Se viste desganadamente de todos modos. El amor que
Claudia le brinda lo tiene amarrado. Para él es gratis, es desinteresado, es
total y sin ambages. Así, a pelo y a morir. Pero él sabe que es un juego. Un
juego peligroso en sábanas ajenas. Siempre lo furtivo es más rico, se disfruta
más. Desea quedarse un rato más, no mucho más, tampoco es que le agrade hacer
“sobremesa”. Se incorpora y de dos rápidos movimientos se termina de vestir y
sale por la puerta del patio trasero, el gordito ni cuenta se dio, piensa.
Claudia se viste y acomoda el
cabello con una coleta. Se lava la cara y las manos con jabón, es que el amor
deja huellas en el cuerpo, rastros fácilmente detectables, si es que se quiere
detectar, pero a Claudia ya eso mucho no le preocupa. Está jugada como dicen
los hombres en las películas que ella mira.
Y
mientras saca otras macetas al patio interior oye una vieja canción de cumbia
tarareada al son de los truenos que caen.
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