07 agosto 2022

Tormenta de verano

 


Cuando Alberto se dispuso a montar su vieja bicicleta, en ese preciso instante, un rayo surcó el cielo, por el norte, perdiéndose detrás del frente de una casa de alto. Al levantar la vista el rayo ya tocaba tierra. Un solo segundo duró su indecisión. Tal vez menos que la manifestación del rayo. Debo llegar, pensó. Debo llegar antes que se hagan las siete. Claudia me espera con el dinero.

            Él es un hombre amable y bien intencionado, pero un ignorante, un pobre infeliz de esos que hasta han bajado los brazos y aceptan su destino sin quejas. Y eso se percibe en su mirada, en el modo de montar su deshecha bicicleta, en las manos curtidas por la pala, en los tres botones sin abrochar de su camisa casi transparente de lo gastada que está.

            Las primeras gotas caen frías, como el agua del tambor donde se arrojan las latas de cervezas. Las recibió en el pecho, ese pecho plano, flaco, fibroso y libre de bellos, como disparos al corazón a causa de esos tres botones sin prender, como un malevo que muere de frente con dos balazos certeros en el pecho, en el corazón que aún anhela. Un dejo de arrepentimiento se cruza por la mente de Alberto. Ahora tengo que correr hacia adelante, a casa, no me puedo volver, dijo entre dientes, ¿y si paro en el bar de Pedro?, pensó, luego lo dijo en voz alta, hacia afuera, pero no pasa de ser una declaración de intenciones muy tímida pues de inmediato pierde el poco coraje que había acumulado y simplemente lo termina mascullando entre dientes, lo escupe sin fuerzas, ya derrotado por sí mismo. Si me bajo en el bar de Pedro no llego más y Claudia me mata. Me tomo todo y Claudia me mata. Claudia me mata.

            Para darse ánimo, mientras pedalea, entona las estrofas de una vieja cumbia, canción de amor clandestino, como las que se hacían antes, decía Alberto, no como las de ahora que son todas a favor de la falopa. La bici va en bajada por ese camino de tierra que lo lleva a su destino, a casita, como él dice. Como en la vida, es uno sólo el camino que tiene.

Es así que Alberto, Albert, a las pocas cuadras de salir de su trabajo avanza hacia su hogar bajo lo que ya es una torrencial lluvia de enero cantando una vieja cumbia. A su modo de ver las cosas, corre todo lo feliz que puede ser.

-0-

            Nicolás está aburrido. Tiene calor. Está sentado en el piso del pequeño ambiente que hace las veces de cocina, comedor y todo lo demás. Juega con unos autitos de madera que su padre le fabricó. Los hace chocar y volar por los aires como en las películas norteamericanas mientras sus redondos cachetes se hinchan al imitar con sus labios las explosiones con onda expansiva y todo.

-Tengo calooooor -grita el niño desde el comedor de la casa mientras da resoplidos de falso ahogo y sofocación. El pibe es buen actor para sus seis años. Su madre no le presta atención, salió del dormitorio y está sacando las macetas al patio interior de tierra para que se refresquen con la lluvia que se avecina. Las primeras gotas comienza a golpear en el techo de chapa y son como disparos de un arma más poderosa que un revolver.

-Andá a la ventana a ver cómo llueve -le grita desde el fondo. Los niños le fastidian. Ese niño le fastidia. Si tan solo su hijo lograra calmar ese deseo de amor de Claudia, ese sentimiento de amor por algo que tanto anhela. Amor por amor mismo.

            Nicolás corre con su voluminoso abdomen, en cueros y en patas, hacia la ventana que da al frente de la casa. Desde allí se puede observar dos casas humildes y una calle de tierra que serpentea desde arriba, desde la lomada de tierra apisonada que desemboca en su casita.

Todo lo que puede ver es el cielo, un cielo tan gris como sus ojos, solo que él no lo sabe. El cielo está dando unas grandes lágrimas a la tierra. Mamá no me quiere, dice con rostro imperturbable, como si hubiera vivido mil años en ese cuerpazo hinchado por las harinas. Cien por cada uno. Mil. Abre la ventana, los postigos de madera, que reclaman una mano de pintura hace años, chirrían haciendo contrapunto con los truenos. Graves contra agudos, la batalla de los sonidos. Acomoda una silla de paja contra la pared de la ventana y pisando en los bordes, porque sabe que si pisa en el centro se vencerá la paja, asoma su nariz a la vereda que es sólo un cacho de tierra separado por unos centímetros de declive donde empieza lo que se denomina calle y que tiene prohibido pisar sin el control de la madre.

Una ráfaga de viento fresco y olor a tierra mojada le golpea el rostro inundando sus mejillas de sensaciones. Esto es vida diría un adulto. Simplemente el viento y las gotas en las mejillas, finitas, imperceptibles, intangibles de tan diminutas, pero ahí golpeando en los mofletes del gordito en cueros que asoma su nariz por la ventana.

            Un rayo corta el cielo y Nicolás se queda absorto frente a la manifestación de la naturaleza. Queda petrificado ante tamaño espectáculo. Tambalea de su improvisada tarima y se tira al piso espectacularmente como en las películas de acción. Se incorpora al instante y se quita la tierra que tiene en la panza. Su concentración es perfecta aunque solo interrumpida por un tipo que cruza la calle a toda velocidad cantando una canción vagamente conocida por Nicolás.

-0-

            En el dormitorio Claudia siente los truenos, mira en su teléfono celular la hora. Está por llegar Albert. El patrón es sumamente meticuloso, es un relojito suizo, a tal hora se entra, a tal hora se sale. No necesita verlo para saber lo que está haciendo Alberto a tal hora. Unas piernas se mueven bajo las sábanas. Un pie rasca a otro, eso le molesta profundamente a Claudia y ya se lo ha dicho. Cada uno con su trastorno.

-Ándate que va a llover, además ya viene –dice Claudia.

            Se incorpora y mientras busca el calzoncillo mira la hora en su reloj de pulsera. Lanza una puteada, también tiene otros compromisos. Se viste desganadamente de todos modos. El amor que Claudia le brinda lo tiene amarrado. Para él es gratis, es desinteresado, es total y sin ambages. Así, a pelo y a morir. Pero él sabe que es un juego. Un juego peligroso en sábanas ajenas. Siempre lo furtivo es más rico, se disfruta más. Desea quedarse un rato más, no mucho más, tampoco es que le agrade hacer “sobremesa”. Se incorpora y de dos rápidos movimientos se termina de vestir y sale por la puerta del patio trasero, el gordito ni cuenta se dio, piensa.

            Claudia se viste y acomoda el cabello con una coleta. Se lava la cara y las manos con jabón, es que el amor deja huellas en el cuerpo, rastros fácilmente detectables, si es que se quiere detectar, pero a Claudia ya eso mucho no le preocupa. Está jugada como dicen los hombres en las películas que ella mira.

Y mientras saca otras macetas al patio interior oye una vieja canción de cumbia tarareada al son de los truenos que caen.

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