Cuando el mundo se termina unos pocos seres humanos luchan contra una invasión vampírica que amenaza con destruir a los pocos humanos que quedan libres. Esta es la historia de dos de ellos que hacen lo que tienen a su alcance para enfrentarlos.
Los Celestiales Nocturnos
1.
—Somos dos
malditos hijos de puta, ¿te das cuenta lo que hicimos?
—Calma,
calma, no nos vio nadie.
—Sí, pero lo
hicimos, lo hicimos —dice Saúl mientras se toma de los cabellos con las manos y
gira sobre su eje. Es una calesita sin control, tiembla, escupe, solloza.
—Calmate, no seas tonto. —Intenta mantener un
mal disimulado aplomo frente a su compañero—. Respirá un segundo y todo estará
mejor.
—Es que no
puedo —dice Saúl entre sollozos y lágrimas contenidas—. Soy un maldito gallina
mi amigo, qué quieres que le haga, mirame, mirame, no puedo dejar de temblar.
—¿De dónde
salió a esta hora el bicho ese? —señala Pedro al cuerpo ya frío que,
desencajado y con los ojos abiertos, parece que los mirara como pidiendo alguna
explicación desde el suelo.
—Ya te dije,
Pedro, la puta madre, estaba en la sombra de aquel zaguán, no sé, me da la
impresión que estaba muerto de hambre, si no ¿qué pintaba tan temprano a plena
luz del día?
—O ha
quedado rezagado anoche y el amanecer lo encontró ahí, tal vez no le quedó otra
salida. —Pedro se rasca el mentón mientras mira hacia abajo y le da pataditas
al nosferatu por pura y malsana costumbre. Observa hacia los costados como
temiendo ver venir una horda de monstruos al ataque, pero obviamente no hay
nadie más que ellos dos en ese miserable callejón al que las luces del sol
bañan con su protección. Guarda sus manos en los bolsillos de la campera.
Todavía, a pesar de que han transcurrido ocho años desde el levantamiento de
los nosferatu, le sigue dando la misma repulsión ver a esos seres de piel entre
verdosa y gris, ojos hundidos, pómulos salientes y dedos como agujas dobladas
por una tenaza.
—No hay
nadie en esta cortada, Pedro. Vámonos por favor.
—Dale. —
Pedro toma la iniciativa mientras sus setenta kilos de fibrosa delgadez se
inclinan para tomar de las manos al nosferatu. No puede dejar de sentir
repulsión por tocar las manos gelatinosas del muerto, no muerto o lo que sea.
Aparta la mirada de él. Todo su aspecto es espectral, tenebroso, y huele como
si mil muertos se hubieran levantado de sus tumbas.
Están
complicados, en definitiva han matado una persona. Pero eso no es nada. Muchas
personas mueren en el transcurso del día y de la noche. Es costumbre por estos
días. Sin embargo, lo importante del hecho es que han matado a un celestial
nocturno y eso, tarde o temprano, se sabe en las altas esferas.
Sin más
miramientos agarran al muerto, todavía con la tosca estaca de madera de pino
clavada en el pecho, Pedro por los brazos y Saúl por las piernas. Al llegar al
coche lo sueltan y el cuerpo cae golpeando contra el piso como si de una bolsa
de papas se tratara. Abren el baúl, vuelven a tomarlo y en un vaivén elíptico,
al llegar a la parte más alta de la elipsis lo sueltan y como por arte de magia
cae pesadamente dentro del baúl. Acomodan las piernas del infeliz para que
quede en posición fetal, sin embargo, la estaca impide un movimiento
limpio y rápido. Finalmente lo doblan como pueden, crujen unos huesos, cierran
el baúl y Pedro, apoyándose contra el vehículo, se cruza de brazos mientras
arma un cigarrillo con el tabaco que guarda en un bolsillo de su campera de
jean tan azul como raída. Saúl camina nerviosamente, sale del callejón, mira
hacia arriba y a izquierda y derecha. Al no ver nada anormal regresa junto a
Pedro.
El silencio
comienza a ser molesto en una ciudad que otrora fuera capital de una provincia.
Es tiempo del sálvese quien pueda y en particular a estas horas en que el sol
ya ha comenzado a caer por el horizonte. Si una mirada furtiva e indiscreta se
puede colar por entre las ventanas de los edificios no va a ser portavoz de lo
ocurrido.
—¿Cómo lo
mataste, decime?
—Y qué se
yo, viste que me nublo cuando pasan estas cosas, se me vino, yo me acerqué al
zaguán a ver que podía encontrar y me saltó el imbécil este. Lo hinqué sin más,
qué querés que te diga, no le iba a preguntar sus intenciones.
—Lanza una
risita nerviosa a la par que todos los músculos de la panza se tensan haciendo
vibrar su humanidad.
—Qué mala
pata. Vinimos en vano hasta acá. Esa gente que se contactó por radio nunca apareció. —Pega
una calada profunda al cigarrillo, aguanta el humo dentro de los pulmones y
luego de tres larguísimos segundos lo expulsa. Fuma no tanto por vicio como
para despejar de sus narices el pútrido olor que emanan esos seres.
—Deben ser
los que vimos en la casa de al lado, llevan muertos muy poco tiempo y la
descripción que nos dieron coincide —dice Saúl rememorando sus viejas épocas de
policía sumariante en la comisaría.
—Bueno,
vamos ya entonces.
Pedro toma
el volante y al darle marcha el automóvil ruge como un león herido. Acelera y
suelta el embrague, las cubiertas sufren al girar bruscamente por las calles
desiertas, deben darse prisa. Salen del callejón y toman una calle paralela a
la avenida que los sacará de la ciudad. Corren sin disminuir la
velocidad en las esquinas, es más que obvio que no hay tráfico y menos a esas
horas.
Desde el
levantamiento de los celestiales, como así se hicieron llamar, la población
humana descendió a niveles previos al imperio romano y ahora ambas especies
luchan por imponerse en la tierra, una tierra que ha quedado arrasada por la
ira de estos celestiales y los manotazos de ahogados de los humanos.
Pedro y Saúl
solo son dos soldados de lo que queda de humanidad. Pedro, hasta la fecha del
levantamiento, fue un maestro de escuela primaria con muchas horas libres
dedicadas a los juegos de guerra en su play station, los juegos de disparos
eran su especialidad. Saúl fue un policía de escritorio que en su mala y
desganada vida ejecutó un solo disparo y difícilmente haya limpiado su arma
reglamentaria en toda su carrera en la fuerza. Ambos, no les queda otra,
realizan los actos que los jefes les encomiendan en la
retirada hacia
el norte, donde hay más tiempo diurno, donde se hacen fuertes los humanos. La
recorrida del día no les dejó más que sinsabores, la familia que debían recoger
en el centro de la ciudad había perecido poco tiempo antes de llegar a
socorrerlos. Gajes del oficio.
Ya no lloran
por esas cosas que pasan a engrosar solo las estadísticas que llevan en el
refugio. Un ser humano más es un nosferatu menos. Si esa idea hubiera calado
antes en lo humanos. Cuando las autoridades se percataron, y concluyeron que
era necesario intervenir con una cuarentena o con las armas sin piedad, la
situación ya estaba desmadrada.
Siempre
estuvieron entre nosotros, solo que agazapados esperando una buena oportunidad
ante el miedo a ser derrotados si daban un paso en falso.
2.
—Amigo, nos
van a matar cuando el Maese de los Celestiales nos mande a cazar. Ya debe oler
lo que traemos en la baúl, estos hijos de puta se huelen entre sí, nos van a
seguir el rastro, tarde o temprano van a saber que fuimos nosotros —escupe
palabra tras palabra Saúl.
—Pará un
poco, loco, pará. Ya la hicimos, mala la hicimos, la cagamos fiera, pero lo
hicimos. Si querés lo tiramos por ahí.
—No, hay que
quemarlo —dice presuroso Saúl.
—Sí, ya lo
sé, pero dónde.
Pedro encoge los hombros en señal de absoluta ignorancia, la
impericia de Saúl lo sofoca.
—Estoy
desbordado y loco.
—Dejame
pensar —dice Pedro mientras se rasca el mentón. Ambos saben que cuando Pedro se
rasca el mentón no hay mejores ideas que si no se rascara, pero es una señal,
una especie de ritual, de la que una idea va a surgir y en la que Saúl se
descansa.
—Esto es una
agonía que nunca llega a concretarse, basta amigo, estoy podrido de esta vida,
harto de estos malnacidos celestiales nocturnos —dice Saúl mientras llora y se
sorbe los mocos—. Que me maten de una vez, amigo, que me coman esos hijos de
puta, no aguanto más…
—Deja el
teatro para después, me tenés cansado con eso, si lo deseas tanto paro acá y te
bajás. —Disminuye la velocidad.
—No, no,
dejame, ya está, ya está —dice Saúl mientras levanta la mano y hace aspavientos
como un mal actor.
Pedro
conduce en silencio; ya conoce los circunloquios teatrales de su compañero. Hay
que dejarlo que hable hasta que se canse, piensa mientras las horas comienzan a
jugar en contra, como un reloj de arena que se acaba de dar vuelta y los
primeros granos, por la fuerza de la gravedad, comienzan
a caer. Dejar tirado el cuerpo en el callejón hubiera atraído a los celestiales
más próximos y ahí seríamos carne de cañón en minutos,
piensa Pedro, la mejor opción es cocinar el fiambre, ganar horas productivas
para la huida.
Pedro es la cabeza de este minúsculo grupo y todas las cartas se
las juega en la decisión que tome. Salen de la ciudad esquivando unos vehículos
que han quedado en una ruta de circunvalación a modo de barricada. Están
incendiados, sin dudas producto de una vieja batalla. Toma hacia la derecha y
conduce unos kilómetros más hacia el oeste por una ruta provincial menor, la
que se pierde en el horizonte, la que si se sigue de largo a esa hora se choca
con el sol.
—Ya está, la
casa quinta de Julián, por acá debe estar —dice Pedro—. Si llegamos ahora y
prendemos fuego al hijo de puta que tenemos atrás ganaremos el tiempo necesario
para salvarnos. Podremos hacer noche allí inclusive. Estamos lejos del nido más
cercano.
—Bueno, dale
Pedrito, sos un genio. —Saúl sigue llorando mientras mira al
horizonte y a Pedro, al horizonte y a Pedro. El reloj del automóvil marca las
19.00 horas. Es otoño, por lo que el sol ya está diciendo adiós.
3.
Llegan a los
pocos minutos. Por fuera la casa de campo parece en ruinas, por dentro es una
fortaleza casi inexpugnable. Es un parador que ha sido tomado por los humanos
como refugio y, como tal, acondicionado para tales menesteres.
Ingresan con
una llave maestra que guarda Pedro entre sus cosas. Un aire a encierro y
humedad los golpea pero antes que seguir conduciendo en la oscuridad eso es un
palacio.
Pedro es
quien ingresa primero, lo sigue Saúl, que no cesa de
sollozar como si se tratara de un niño de pecho hambriento, las situaciones estresantes lo
suelen doblegar.
—Bueno deja
de llorar y busca leña, no, espera, primero ayúdame a sacar el fiambre del
baúl.
—Dale, lo
que vos digas, Pedrito —dice solícito.
Ambos se
encaminan hacia el coche, Pedro acciona el cierre centralizado y el baúl se
abre automáticamente. Un vapor comienza a emanar ni bien se abre la portezuela
y un pútrido hedor se impregna en las narices de ambos. A Pedro comienzan a
darle arcadas pero se contiene. Saúl vomita sin más.
—Tomalo por
los pies, yo de los brazos y lo tiramos al piso, después yo me encargo mientras
vos buscás maderas.
Así lo hacen
sin dejar de hacer más arcadas y gestos de repugnancia. Como si fueran brasas
calientes lo sueltan desde la altura en que lo sacan del baúl. Cae como piedra,
total que ya está liquidado.
—Con razón pueden hallar a sus compañeros tan rápido, sentí
lo hediondo que se puso este en menos de una hora —dice Saúl mientras se tapa la
nariz con una pañuelo de tela que lleva siempre en algún bolsillo de sus
pantalones.
—Precisamente
por eso, andá rápido a buscar leña, madera, lo que encuentres. Hoy hay asado
—lacónico Pedro pero con un rictus en sus labios a modo de sonrisa. El olfato
más desarrollado de ellos es un arma que les confiere una enorme ventaja contra
los humanos. Es la lucha desigual entre un ciego y otro que puede ver, aunque
los ciegos sean más.
—Sí, Pedro,
lo vamos a hornear a este hijo de puta, sos un genio.
De inmediato
Pedro, con todas las fuerzas que le quedan, toma las piernas del
nosferatu y comienza a arrastrarlo dentro del inmueble. Los goznes de la puerta
principal chirrían pero parecen firmes, tanto como la madera maciza de la
puerta. Ingresa caminando de reversa con el nosferatu tomado de los pies.
Muerto y estirado parece un muñeco de cera al que se le ha acercado un mechero
o lo han pintado mal.
Mientras
tira por las piernas flacas y largas del portador de la enfermedad, como suelen
decirle a esta especie de vampiro, siente que lo va a desmembrar. Lo bueno es
que es un animal de poco peso, tal vez setenta kilos, así que no sin alguna
dificultad lo coloca en posición fetal dentro del hogar, que es lo
suficientemente amplio como para que quepa junto con unos maderos.
En el
momento en que se incorpora Pedro, luego de su labor, hace su ingreso Saúl con
leña, palos y ramitas.
4.
—Para
encender el fuego —dice Saúl.
—Dale,
traeme.
Sin perder
tiempo se acerca hasta el hogar y comienza a acomodar más palos sobre el
nosferatu. Toma unos libros que hay tirados por la habitación y comienza a
arrancar hojas y colocarlas sobre las maderas y el muerto. La tarea le toma
unos minutos a Saúl que comienza a resoplar y traspirar copiosamente por la
incomodidad que le genera estar arrodillado y que la panza se le corte en dos
por el cinturón.
Pedro arroja
un aceite, que saca de su campera, sobre el nosferatu. Al instante un aroma a cebo
como el de las velas comienza a invadir el recinto. Olor a Santo, le dicen. El
aceite es un dispersor de los olores del nosferatu, servirá para desorientar a
los celestiales que pretendan seguir su rastro. De hacerlo arder fuera de la
casa las llamas y el olor serían más intensos, por tanto prefieren asar la
carne en el interior.
El fuego
toma intensidad y se apodera del cuerpo en forma casi espontánea por un fósforo
que arroja Pedro. Una vez que hubo tomado forma y consistencia, Saúl
y Pedro se retiran unos metros de la pira. El olor que comienza a manar es
inmundo pese al aceite, mil cementerios con sus tumbas abiertas no se asemejan
en nada al pútrido y nauseabundo olor a muerte que destila el engendro. Saúl no
puede contener las arcadas y sin llegar al baño vomita todo lo que tiene en el
estómago por segunda o tercera vez. Pedro, de temple más forjado, aguanta
estoicamente mientras ve arder lentamente a ese ser seco de espíritu que se
cocina a las brasas. Un leve remordimiento lo corroe, ese nosferatu un día fue
tan humano como él. En definitiva han matado a un ser que en algún lugar
recóndito y profundo de él conservaba algún rastro de humanidad.
Pedro
siempre tuvo la idea, muy común entre los humanos que cuando los nosferatu
mueren un brillo en los ojos los acompaña en su última exhalación. Por lo menos
esa es su teoría y la de muchos, en definitiva, para Pedro no son más que
humanos enfermos.
Desde el
momento en que el cuerpo comience a arder saben que tienen las horas contadas
hasta que los seres de la colmena más próxima detecten a su hermano caído. Son
más sensibles que mil tiburones sobre una gota de sangre en el océano.
—Montemos
guardia, yo primero, una hora nomás, después vos, Saúl,
andá tranquilo. —Y
con un gesto del mentón lo dirige hacia una habitación alejada de la
incineración casera que están haciendo.
La
habitación está oscura y húmeda, sin muestras de buen trato en sus paredes
quizás desde el levantamiento de los celestiales. Ello ocurrió hace ya unos
ocho años, o tal vez más, quién lleva la cuenta ya. Ese día salieron
de la nada, de golpe, y como si hubieran estado aguardando la señal de largada.
Comenzaron a brotar de las profundidades, de las alcantarillas, de los sótanos
y cuanto lugar oscuro y húmedo se pueda encontrar en las cloacas de una ciudad. Las grandes ciudades, al
cabo de un par de semanas, se sumieron en el caos y la anarquía. La caída se
produjo en menos de un mes. Luego todo fue retirada y resistencia.
Saúl se
desparrama en el piso con toda su torpeza y gordura pero no puede dormir, está
sobresaltado por la situación extrema, sabe que las posibilidades de ser
hallados por la colmena de celestiales más próxima son ciertas y el festín que
se harán con ellos dos será digno de los más enfermos psicópatas
torturadores que la humanidad haya conocido. Por alguna razón los celestiales
tienen la capacidad de mantener con vida un cuerpo durante meses sólo con el
fin de torturarlo hasta el hartazgo, hasta que cuente todo
lo que sabe sobre la resistencia, hasta que la víctima
suplique a gritos que lo maten, cosa que es innecesario decirlo, no van a hacer
hasta que no hayan saciado su sed de dominio, placer masoquista y deseos
oscuros de arrancar hasta la última célula de ganas de vivir de un ser humano
junto con toda su sangre.
El odio es
inconmensurable en forma recíproca pues la convivencia pacífica es imposible de
sostener en el tiempo. En épocas pretéritas los acuerdos de paz siempre fueron
efímeros y circunscriptos a espacios reducidos. Cuando el mundo se hizo pequeño
por la globalización del siglo veintiuno no hubo pacto posible a escala global.
Los dados se echaron y bastó una sola excusa para que arda el globo. Ahora
ambos bandos ya se han hecho tanto daño que es imposible sanar heridas y
olvidar todo.
Los humanos
deberán dormir una hora cada uno, si desean salvarse, aunque ni el más pesado
de los cansancios puede con el estado de alarma de Pedro. El mínimo rumor o
ruido lo sobresalta.
—Saúl, hey, despertate, ya es hora.
—¿He? Ah,
sí, sí, que sueño loco tuve, esperá que ya me levanto.
—Una horita
y nos largamos Saúl, tengo un mal presentimiento.
—¿Qué pasa? —lo interroga Saúl, sobresaltado y al borde del
colapso.
—Nada, nada,
dejá,
son mis ideas.
5.
Pedro se
recuesta e intenta dormir sobre la manta, trapos en verdad, que hasta hace unos
minutos ocupara Saúl. Están tibias, eso es algo que siempre le importunó, rozar
algo que esté tibio por el roce de otra persona, manías de una vida pasada.
Saúl se
rasca la cabeza de un lado al otro, el sueño intenta vencerlo pero toma una
botella de agua de las que llevaban en su vehículo y sorbe un trago, luego otro
y luego otro, hasta acabar la botella. Ahora tiene que desagotar la vejiga pero
antes va hasta el hogar donde asaron al nosferatu. Este ya es carbón en su
mayor parte, arroja unas maderas sobre lo que queda del cuerpo para avivar la
llama, con un cartón apantalla los maderos para que el fuego cobre fuerzas pero
de inmediato también el olor del muerto se aviva por lo que da unos pasos
atrás.
Se apoya
contra el larguero de la puerta que da a la habitación donde duerme Pedro,
cierra los ojos, el cansancio y el estrés lo vencen. El adormecimiento le
llega tan plácido como el viento cálido que comienza a soplar los últimos días
de primavera. Es una alondra que flota en el espacio, volando hacia la Luna,
arrastrado por el éter que se eleva plácidamente ayudado por un mecanismo de tourbillón.
6.
Cuando abre
los ojos mira instintivamente el reloj. Se ha quedado dormido. Mira hacia
dentro de la estancia y ve a Pedro que está despatarrado sobre las mantas.
Mierda, murmura entre dientes Saúl, son las cuatro de la madrugada, faltan tres
horas para el amanecer y se ha dormitado por más de dos horas.
—Pedro,
Pedro, levántate, son las cuatro de la mañana, nos quedamos dormidos.
—Pero que
pasó, la puta madre Saúl, te dije una hora, que son esos ruidos.
—¿Cuáles? —Saúl se lleva una mano a la oreja mientras se acerca a una
ventana conteniendo la respiración.
Desde el suelo,
Pedro puede ver cómo la panza de Saúl se estira y contrae en arrítmicos
movimientos.
—Oigo ruidos
raros, Pedro, están acá, hay unos tipos ahí, atrás de los árboles —dice Saúl
entre silabeos y murmullos. Comienza a temblar y a tener movimientos
espasmódicos.
—¿Cuántos son?
—D…dos, creo —dice Saúl que del miedo que tiene se ha orinado en los
pantalones.
—Mierda,
mierda, mierda, Saúl te dije una hora, estamos muertos.
—Perdoná, amigo, perdóname, hermanito, sí, es toda culpa mía, me
dormí sobre la puerta.
—Pero ¿cómo te puedes dormir sobre la puerta? —Pedro se incorpora,
estira la columna y corre hacia la habitación donde está el hogar. Saca de su
mochila el revólver. Gira el tambor, las seis balas están en su lugar y otras
veinte o más duermen dentro de un bolsillo de la mochila—. Bien nos vamos a
cargar a esos dos o tres que andan merodeando por ahí y nos largamos, estos
deben ser peones de avanzada, los capos deben estar a unos minutos de la casa,
ya nos olieron.
—A estos los
hacemos mierda enseguida, Pedrito, dejame uno a mí —se
envalentona Saúl por las palabras de su compañero.
—Abre la puerta,
vamos a ganarles de mano —dice Pedro mientras le arroja el otro revólver
a Saúl.
Saúl corre
hacia la puerta de entrada, toma el picaporte y con el cuerpo contra la puerta
cuenta: “a la cuenta de uno, dos, tres”. Grita tres como
si fuera la última vez que pronunciará ese número.
La puerta se
abre y Pedro, con las dos manos sobre el revólver, un .32 de los duros, de un
disparo en el pecho hace caer al nosferatu que avanzaba
hacia él.
Un disparo certero para un ojo entrenado. El silbido de la plata al ser
disparada en forma de proyectil por un arma de fuego es la combinación de
aromas más agradables que pueda existir en estos días, más inclusive que las
salsas que le preparaba su madre.
El segundo
se refugia tras un árbol. Saúl cierra la puerta, Pedro se recompone. El techo
comienza a crujir, están arriba. Pedro con una señal hacia arriba se lo hace
saber a Saúl que, con el revólver ahora en su mano izquierda, corre hacia la
otra habitación. Se oyen tres disparos y un grito ahogado de Saúl. Pedro gira
sobre sus talones y corre al encuentro con Saúl que se encuentra de rodillas
cubriéndose la cara. Su camisa está teñida de rojo. Pedro lo toma con ambas
manos y aparta la mano de Saúl de su rostro, es solo un rasguño. A su lado
yacen dos nosferatus muertos de certeros disparos al corazón.
—Vi tres, vi tres —dice Saúl.
—No lo veo,
debe haber huido.
Sin embargo,
desde atrás de ambos, y sin que ellos lo
adviertan, el tercer nosferatu se acerca sigiloso y hunde sus colmillos
en el cuello de Pedro. Todo muy rápido, imperceptible. Gira y asesta un disparo
a quemarropa, pero falla, sólo roza el brazo del celestial.
Saúl,
sabedor de lo que se avecina para Pedro, huye mientras este se debate en pelea
cuerpo a cuerpo con el nosferatu. Corre como se lo permiten las piernas
cansadas y su prominente barriga hasta el automóvil. Le da marcha pero no
responde, como en las viejas películas de terror, hasta que al cuarto o quinto
intento, cuando la batería comienza a flaquear, el motor despierta de su sueño
nocturno y da una escupida de humo negro junto a una atronadora lengua de fuego
que arroja el caño de escape. Pone primera y huye a todo lo que da el
automóvil.
7.
Dentro de la
casa Pedro y el engendro siguen forcejeando pero las fuerzas de aquel comienzan
a flaquear, el virus ya está en su sangre. El nosferatu logra asirlo con fuerza
y con una llave de artes marciales hace caer desplomado en el sucio piso a
Pedro.
—Sabemos que
nos llaman “nosophoro”, o en la lengua vieja “νοσοφορος”, el portador de
enfermedad. Sin embargo somos más fuertes que ustedes, simples mortales —lo
alecciona el nosferatu que, de pie frente al humano, lo tiene rendido a sus
pies. Pedro intenta reponerse sin resultado.
Pedro escupe
a un costado una bola de sangre, no puede incorporarse, un pie del nosferatu en
su pecho se lo impide.
—Por otro
lado, ¿qué nos diferencia? Tenemos las mismas extremidades, ojos,
boca, todo en nuestro interior es similar a ustedes. La diferencia es
minúscula, algo en la sangre, quizás. Y sin embargo, somos los portadores de
la enfermedad. ¿Quiénes son más enfermos, los enfermos
mismos o quienes señalan con el dedo a los enfermos? —sigue.
—Son unos
monstruos, deberían retornar a donde salieron —dice Pedro.
—Los
enfermos no podemos hacer nada al respecto, más que llevar con estoicismo esto
que somos. —Se toca el pecho con sus largos dedos—, y sin embargo, no soy
bueno haciendo estadísticas y esas cosas de los políticos, esa sí que es una
raza despreciable, en eso podemos estar de acuerdo, ellos lo llaman datos
censales o algo por el estilo. —Hace girar la mano en señal de que
el dato no tiene importancia—. Si hoy somos más que ustedes, entonces, te
pregunto, mortal, ¿quiénes son los enfermos ahora? Pues deben saberlo
ya, en breve tiempo seremos los amos de este planeta.
Pedro cae
inconsciente sabiendo que al despertar será parte de una nueva comunidad, la
comunidad que está destinada a gobernar el mundo cuando la batalla termine de
inclinarse para el lado de los nuevos dueños del planeta, los que se hacen
llamar los celestiales nocturnos.