Es
una noche cuanto menos rara. Sólo los grillos hacen su trabajo sumiendo a los
transeúntes en una angustiante monotonía que se corta por la mortecina luz que
irradia un cuarto de luna menguante. Es un barrio en el que sonidos que provengan
de humanos no se sienten, ni cerca, ni lejos, ni en forma imaginaria.
Por
una vereda de ondulantes baldosas sueltas una persona apura su paso al
encontrarse con el frente de una vieja casa que, abandonada a su suerte desde
hace años, soporta con pesadumbre los latigazos del tiempo y la vergüenza de ya
no ser. Infunde miedo, un miedo ancestral.
Dentro
vive un hombre de esos a los que nadie teme, un veterano de alguna guerra ya
olvidada que, borracho la mayor parte del día, es impermeable al frío o las incomodidades.
Tiene todo lo que necesita para su supervivencia, un techo, algunas paredes más
o menos en pie, un colchón todo desgranado que para él es mullido y, siempre a
su alcance, algunos cacharros y botellas.
Su
única compañía suele ser una rata ocasional que, cuando éste, borracho, se
abstrae en la lectura afiebrada de los libros que recoge en la calle, lo mira
desde un par de metros moviendo el hocico.
Su
única posesión material, una linterna a pilas, es todo su patrimonio. Es
increíble la cantidad de libros que la gente se deshace por falta de espacio o
no querer un poco a quien fuera el dueño de ellos. Alfredo, el ocupante, rinde
algún homenaje rescatándolos. Hoy es día de lectura de Poe, un día de los
especiales y para ello está preparado. Una botella de vino y una tortilla que
muy amablemente le donaron más unas hogazas de pan conforman su suntuaria cena.
Se acomoda contra una pared y con las piernas cruzadas y las cosas al alcance
de su mano se dispone a comenzar el ritual de lectura. Los vapores del alcohol
que ya ha bebido lo sumergen en una somnolencia que a duras penas puede vencer
gracias a su ardiente deseo por la lectura.
Al
pasar las páginas raudamente, mientras saborea breves sorbos de su vino,
entorna los ojos más y más pues estaría necesitando de anteojos. Cuando algunas
páginas son devoradas con ansias, un breve y estridente sonido de violín rompe
con los crujidos de las paredes y maderas enmohecidas de la casa. Eso lo saca
de su latencia. Abre los ojos, se pone alerta, los bellos de sus brazos se
erizan, el libro de Poe cae de sus manos. Toma la linterna y la enciende.
-Ánimo
Alfredo -se dice a sí mismo.
Mira
en redondo, pero nada ni nadie está con él. De inmediato otro sonido estridente
de violín, atonal, breve, que corta el aire. Se incorpora apoyándose contra la
pared y el pararse de forma tan brusca le provoca mareos y nauseas. Vomita
tomándose con las dos manos la panza. Cuando se recompone se dedica a recorrer
las habitaciones de la casa. Camina sigilosamente todo lo que puede, dado que
el viejo piso de parqué cruje como si un baile de máscaras se estuviese
desarrollando en ese instante.
Las
escaleras se quejan peldaño a peldaño y esto infunde un temor profundo y
ancestral en Alfredo pues sólo ha penetrado en la parte alta de la casa el día
que tomó posesión del inmueble, sus dominios se limitan a la planta baja. Así
llega a las habitaciones del primer piso de la vieja casa.
Cuatro
puertas forman un laberinto de dudas y espera que al abrirlas ninguna tenga un
premio. Así abre la primera, luego la segunda y la tercera. Todas con resultado
negativo diría un comisario de barrio. Las habitaciones se encuentran vacías
sin más que papeles de diario amarillos y el desconche de las paredes que ceden
con el paso del tiempo.
-Pasa,
anciano -se escucha desde la cuarta y última puerta del pasillo.
Aterrado
por las palabras salidas de la nada comienza a transpirar frío. Toma impulso e
ingresa en la cuarta habitación abriendo la puerta hacia dentro. Su instinto lo
arroja hacia fuera pero una voz en su cabeza le obliga a quedarse. Mientras
contiene la respiración sus ojos se acostumbran a la negrura total de una
habitación cerrada herméticamente.
Una
mujer, de no más de cuarenta años, se encuentra de pie al lado de una cama, una
enorme cama con sábanas negras satinadas. Se encuentra a medio vestir con una
pollera acampanada naranja que le llega hasta los tobillos, dejando al
descubierto sus finos pies desnudos. Es todo lo que cubre su tez blanca.
Sin
embargo Alfredo no puede quitar la vista de la larga cabellera azabache ni de
sus prominentes pechos, erguidos, con la piel tensa y negras venas que los
surcan. Sus oscuros pezones y aréolas lo subyugan. La mujer en ningún momento
atina a cubrirse sino que se dirige decididamente hacia él. Da sólo tres pasos.
La única luz que penetra es la de sus ojos.
Paralizado
por el miedo y el avasallamiento de la mujer sólo puede quedarse inmóvil en su posición y aguardar a
lo que tenga que pasar.
La
mujer da un pequeño paso más hasta rozar sus pechos contra el ahora erguido
Alfredo que puede observar de cerca el grueso maquillaje violeta que cubre sus
ojos y parte del rostro como una máscara veneciana. Mientras la piel, sus
pechos o su cabellera desprenden un hipnótico perfume a dos centímetros de él,
dice:
-Como
verás no hay espejos en la casa, trato de no observarme muy a menudo. No te
preguntaré quién eres tú ni qué quieres, porque no me interesa una ni tienes
respuesta para la otra. Ya es hora que encuentres la paz y tranquilidad que
anhelas.
-No,
no. -Alcanza a balbucear Alfredo.
-¿No?
Tendré lo que quiero ahora. -Dice la mujer, con una voz pegajosa y casi
susurrante al oído de Alfredo y, sin mediar más palabras, hincó sus afilados
dientes en el cuello del anciano.
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