06 marzo 2022

Una noche con Poe

 

Es una noche cuanto menos rara. Sólo los grillos hacen su trabajo sumiendo a los transeúntes en una angustiante monotonía que se corta por la mortecina luz que irradia un cuarto de luna menguante. Es un barrio en el que sonidos que provengan de humanos no se sienten, ni cerca, ni lejos, ni en forma imaginaria.

Por una vereda de ondulantes baldosas sueltas una persona apura su paso al encontrarse con el frente de una vieja casa que, abandonada a su suerte desde hace años, soporta con pesadumbre los latigazos del tiempo y la vergüenza de ya no ser. Infunde miedo, un miedo ancestral.

Dentro vive un hombre de esos a los que nadie teme, un veterano de alguna guerra ya olvidada que, borracho la mayor parte del día, es impermeable al frío o las incomodidades. Tiene todo lo que necesita para su supervivencia, un techo, algunas paredes más o menos en pie, un colchón todo desgranado que para él es mullido y, siempre a su alcance, algunos cacharros y botellas.

Su única compañía suele ser una rata ocasional que, cuando éste, borracho, se abstrae en la lectura afiebrada de los libros que recoge en la calle, lo mira desde un par de metros moviendo el hocico.

Su única posesión material, una linterna a pilas, es todo su patrimonio. Es increíble la cantidad de libros que la gente se deshace por falta de espacio o no querer un poco a quien fuera el dueño de ellos. Alfredo, el ocupante, rinde algún homenaje rescatándolos. Hoy es día de lectura de Poe, un día de los especiales y para ello está preparado. Una botella de vino y una tortilla que muy amablemente le donaron más unas hogazas de pan conforman su suntuaria cena. Se acomoda contra una pared y con las piernas cruzadas y las cosas al alcance de su mano se dispone a comenzar el ritual de lectura. Los vapores del alcohol que ya ha bebido lo sumergen en una somnolencia que a duras penas puede vencer gracias a su ardiente deseo por la lectura.

Al pasar las páginas raudamente, mientras saborea breves sorbos de su vino, entorna los ojos más y más pues estaría necesitando de anteojos. Cuando algunas páginas son devoradas con ansias, un breve y estridente sonido de violín rompe con los crujidos de las paredes y maderas enmohecidas de la casa. Eso lo saca de su latencia. Abre los ojos, se pone alerta, los bellos de sus brazos se erizan, el libro de Poe cae de sus manos. Toma la linterna y la enciende.

-Ánimo Alfredo -se dice a sí mismo.

Mira en redondo, pero nada ni nadie está con él. De inmediato otro sonido estridente de violín, atonal, breve, que corta el aire. Se incorpora apoyándose contra la pared y el pararse de forma tan brusca le provoca mareos y nauseas. Vomita tomándose con las dos manos la panza. Cuando se recompone se dedica a recorrer las habitaciones de la casa. Camina sigilosamente todo lo que puede, dado que el viejo piso de parqué cruje como si un baile de máscaras se estuviese desarrollando en ese instante.

Las escaleras se quejan peldaño a peldaño y esto infunde un temor profundo y ancestral en Alfredo pues sólo ha penetrado en la parte alta de la casa el día que tomó posesión del inmueble, sus dominios se limitan a la planta baja. Así llega a las habitaciones del primer piso de la vieja casa.

Cuatro puertas forman un laberinto de dudas y espera que al abrirlas ninguna tenga un premio. Así abre la primera, luego la segunda y la tercera. Todas con resultado negativo diría un comisario de barrio. Las habitaciones se encuentran vacías sin más que papeles de diario amarillos y el desconche de las paredes que ceden con el paso del tiempo.

-Pasa, anciano -se escucha desde la cuarta y última puerta del pasillo.

Aterrado por las palabras salidas de la nada comienza a transpirar frío. Toma impulso e ingresa en la cuarta habitación abriendo la puerta hacia dentro. Su instinto lo arroja hacia fuera pero una voz en su cabeza le obliga a quedarse. Mientras contiene la respiración sus ojos se acostumbran a la negrura total de una habitación cerrada herméticamente.

Una mujer, de no más de cuarenta años, se encuentra de pie al lado de una cama, una enorme cama con sábanas negras satinadas. Se encuentra a medio vestir con una pollera acampanada naranja que le llega hasta los tobillos, dejando al descubierto sus finos pies desnudos. Es todo lo que cubre su tez blanca.

Sin embargo Alfredo no puede quitar la vista de la larga cabellera azabache ni de sus prominentes pechos, erguidos, con la piel tensa y negras venas que los surcan. Sus oscuros pezones y aréolas lo subyugan. La mujer en ningún momento atina a cubrirse sino que se dirige decididamente hacia él. Da sólo tres pasos. La única luz que penetra es la de sus ojos.

Paralizado por el miedo y el avasallamiento de la mujer sólo puede  quedarse inmóvil en su posición y aguardar a lo que tenga que pasar.

La mujer da un pequeño paso más hasta rozar sus pechos contra el ahora erguido Alfredo que puede observar de cerca el grueso maquillaje violeta que cubre sus ojos y parte del rostro como una máscara veneciana. Mientras la piel, sus pechos o su cabellera desprenden un hipnótico perfume a dos centímetros de él, dice:

-Como verás no hay espejos en la casa, trato de no observarme muy a menudo. No te preguntaré quién eres tú ni qué quieres, porque no me interesa una ni tienes respuesta para la otra. Ya es hora que encuentres la paz y tranquilidad que anhelas.

-No, no. -Alcanza a balbucear Alfredo.

-¿No? Tendré lo que quiero ahora. -Dice la mujer, con una voz pegajosa y casi susurrante al oído de Alfredo y, sin mediar más palabras, hincó sus afilados dientes en el cuello del anciano.



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